viernes, 27 de febrero de 2015

Faux accords


Un hombre mayor, Paul Vecchiali, lo vemos comprando en una pastelería, en el mercado, en su casa haciendo la comida, cortando patatas, el lento ritmo de provincias (el sur de Francia), el lento ritmo de la vejez. Este hombre acaba de perder a su novio, también mayor, que ha sido incinerado. Hace comida para dos, la sirve en dos platos, juega al scrabble consigo mismo como si jugara con su pareja. Pasea por la playa, por el pueblo.

Durante esos paseos ve dos apariciones, dos chicos jóvenes, bastante distintos el uno del otro. En su casa quema las pertenencias del difunto y descubre en el ordenador que éste mantenía una relación virtual con un chico joven. Imprime entonces todos los correos intercambiados. Vuelve al jardín, a su partida de scrabble. Entonces aparece el primero de los jóvenes (Pascal Cervo), se sienta a su lado y comienza a contar la historia. UNO NO BAJA AL INFIERNO ÚNICAMENTE PARA ENCENDER UN CIGARRILLO.

Es una criatura: nunca sabremos cómo era físicamente ese joven como tampoco sabremos cómo era el difunto. Es un acierto que esté interpretado por dos actores, uno más tierno, más dulce, al principio; otro más duro, más terrenal (Julien Lucq), conforme vamos descubriendo las facetas más egoístas y mezquinas del personaje. Alguien derrama las cenizas de un muerto por su cuerpo. La vida y sus meandros. Un rostro mudo. El jardín, folios por el suelo. La paternidad. La ingratitud. ¿Conocemos realmente a nuestros amigos?  Oda a los que no calculan, a los que llevan, como diría Juan Ramón, el alma fuera y el cuerpo dentro.

 

 

 

 

domingo, 22 de febrero de 2015

y un gorro azul


De pronto la película se va a la playa. Una playa ventosa, gris y hermosa de un mar del norte.
Aparece otra historia, una vieja historia, toda una novela, el primer amor, la pasión pasada, todo eso con lo que se hace llorar y rabiar, todo eso con lo que se hacen obras de teatro llenas de cadáveres en el armario.
Pierrot y Anna se quisieron y aquello era la pasión y por alguna razón no funcionó y ella huyó del callejón, huyo de Bicêtre al mar del norte e hizo otra vida con otro hombre y tuvo un niño y a veces lamenta el pasado pero ya no tanto, porque los días en el mar del norte no son monótonos, no, porque el cielo cambia sin cesar.
Es el viejo teatrillo de los antiguos enamorados, de los antiguos amantes, ya lo hemos visto otras veces, con sus reproches y sus complicidades, con sus recuerdos y sus habitaciones de hotel. Aún así es bonito. A veces las viejas historias, los viejos trucos, funcionan, sobre todo si llegan así, de improvisto, con viento y mar en medio de otra historia, punto de fuga de los amores de Pierrot y la farmacéutica.
Es el viejo teatrillo y funciona, una vez más funciona, quizás sea porque los viejos trucos siempre funcionan, o quizás sea otra cosa, un gesto inesperado, la torpeza del hombre intentando ser majo con el niño o la belleza nada novelesca de la mujer o quizás sea ese gorro azul, sí, qué idea un gorro azul en medio de la vieja historia, qué idea el gorro azul recortado contra la belleza gris del mar del norte, quizás el cine sea también esto, escribir la novela de siempre y que suene única, única pero reconocible, y recortar la novela sobre el mar del norte, y hacer los movimientos justos con la cámara, como en los melodramas, y los actores, y todo eso, y luego, cuando ya está el cuadro completo, cuando ya todo parece perfecto, añadir un gorro azul.

(Corps à coeur, Paul Vecchiali, de nuevo)

¿me contradigo?


Lo que importa ahora es que el personaje tiene razón. La película le da la razón. ¿Cómo? No teniendo ella tampoco miedo al ridículo.
El personaje tiene razón, no hay que preocuparse por el ridículo. Hay que preocuparse por muchas cosas, pero no por lo ridículo, este no es un criterio de verdad ni de mentira.
El personaje tiene razón en esa frase y está equivocado en toda la escena. Sí, se equivoca en todo lo que hace y dice y piensa, salvo esta frase.
Lo que importa ahora, en realidad, es que el personaje tiene razón en esa frase y se equivoca en todo lo demás.
Lo que importa es ese espacio abierto que se crea cuando un personaje dice una frase justa mientras se está equivocando. Nada puede llenar ese espacio. Ninguna certeza. La verdad y el error vienen mezclados y no hay manera de separarlos.
La frase, en realidad, no es brillante. La frase por sí sola, fuera de la secuencia, no existe, no importa, es banal.
Si de pronto parece importante es porque hay ficción. Es porque hay algo en juego entre él y ella y porque ellos son personajes, que es como si fueran personas, no figuras, sino personas que podemos conocer y creer comprender y luego no comprender, y quererlos y sentirnos decepcionados y volver a quererlos.
Él dice una frase justa mientras se equivoca y mientras ella tiene razón, ella no para de tener razón, una razón hiriente para el macho follador que es él, y sin embargo luego ella misma, andada la película, se quitará la razón, o más bien encontrará otra forma de razón, y ahí también se abrirá un espacio vacío y difícil de llenar, como si ella fuese una persona y luego otra, y sin embargo sigue siendo la misma y siempre tiene razón hasta que empieza a dar mucho miedo y a hacer mucho daño para acto seguido dejar de hacerlo.
Es casi una obsesión de la película, un personaje es un ser que es esto y luego resulta ser lo otro, es alguien que a pesar de todo tiene una razón para ser amado y un lugar en el que se equivoca. Sí, es casi una obsesión, una locura, el mundo entero, persona a persona, se contradice, y también, persona a persona, por muy difíciles que sean, todos pueden ser amados, aunque solo sea un instante.
Sí, crear un mundo, un pequeño mundo, un modelo a escala, un callejón de Bicêtre, un garaje y una farmacia, para poder amar, al menos un instante, a cada uno de los habitantes de ese mundo. Fabricar un modelo a escala de un amor universal.
Una locura.
Una locura contradictoria y a escala.

(Corps à coeur, Paul Vecchiali)




jueves, 19 de febrero de 2015

Todos los otros (una nota sobre El estrangulador)



Empieza como una película de género que puede recordar a las películas que por esas fechas rodaba Brian de Palma y después va avanzando sin atenerse a reglas, sin atenerse a método, con momentos inolvidables como la secuencia en que vemos a Emile trabajando en el mercado, desmontando los puestos al final de la tarde, después unos planos de la noche y entonces la bella escena del encuentro entre Emile y una mujer en unas escaleras. Ellla sube, él espera; ella sonríe, él también. Solo después comprenderemos por qué Emile ha sonreído y no ha pasado al acto pero no importa porque el cine de Vecchiali va más rápido que la mente, va a la velocidad del corazón, sigue el curso sinuoso de la vida.

Una habitación. Un niño de 36 años. Una foto de su madre. El principito. La enfermedad de la dicha. Están esas mujeres que sufren, que lloran y que Emile estrangula unos minutos antes de que se suiciden con su bufanda de punto blanca, esas mujeres que Emile estrangula como si las acariciara. Pero también están todos los otros, criaturas de la noche, anónimos, hombres o mujeres, la soledad, los bares de la periferia, el fracaso. ¿Se puede salvar a todo el mundo? La chica, interpretada por Eva Simonet, es quizás su alma gemela, la que hubiera podido salvarle a él si no fuera porque es ya demasiado tarde. Pero justo antes de morir él le pregunta a ella: ¿Me quieres? Sí. Dímelo entonces. Te quiero. Qué niña más extraña debiste ser.
 


miércoles, 18 de febrero de 2015

un ojo uno

(Iván el terrible) 


lunes, 16 de febrero de 2015

un, dos, tres, zarpazo





... y andando el tiempo resultó que no es que el montaje fuese todo, sino que todo era montaje, el encuadre era montaje, la luz era montaje, la música era montaje, y el trabajo de los actores también, claro, y por eso parece que actúan de pose en pose, rápidos y de pronto inmóviles, tensos, porque su trabajo también es montaje, no lo digo yo, lo decía Eisenstein, no se trataba de representar, de simular la realidad, sino de elegir los signos y gestos y momentos privilegiados, aquellos que al juntarse darían la imagen más clara y fuerte y eficaz de lo que le pasa al personaje en ese momento, sí, porque el montaje era dar a ver, pero dar a ver quitando, reduciendo, como tallando en la piedra de la realidad, de fijo en fijo, un, dos tres, al escondite inglés, ahora estoy quieto, ahora también, pero no en el mismo sitio, sí, montar era también, quitar, quitar para no ver todo, porque resulta que para ver mejor era preferible no ver todo, porque la verdadera eficacia era hacer que el espectador participase, que el espectador trabajase, ahora un momento, luego otro, ahora un gesto, luego otro, así, en discontinuo, fuera de la realidad, puro sentido, cálculo mental, pura atención, hasta el agotamiento, claro, Iván el terrible agota de puro tensa, de tanta atención que Eisenstein le puso a cada instante, a cada centímetro de cada plano, y de tanta atención que nosotros le ponemos, su atención llama a la nuestra, sí, en esta película la capacidad de atención de un hombre habla a la nuestra, nos invita al placer tenso de estar atentos, aunque quizás esa tensión sea también cosa del mundo cerrado, del mundo de catacumbas y paredes grises y conjuras, la tensión de un mundo cerrado y peligroso, la atención que haca falta para sobrevivir en ese mundo, para no beber de la copa envenenada, para no recibir la puñalada por la espalda, la mirada tensa del zar que atrapa al que mira, que lo clava como una mariposa con un alfiler, sí, el zar se mueve veloz entre poses, entre momentos en los que se queda fijo y tenso como un arco, porque el zar tiene que ser eficaz él también, el zar tiene que ser todo sentido, todo momentos privilegiados, el zar tiene que ser todo zar, y es como un ballet, es otro mundo, este mundo pero montado, todo él montado, como a veces sucede, Eisenstein había visto tantas veces la Historia haciéndose, Eisenstein había reinventado tantas veces la Historia haciéndose...

(Iván el terrible)

sábado, 14 de febrero de 2015

Iván, Iván, no mires cuando meo




...Iván vive en un mundo cerrado y así no hay manera, no, si quiere tomar el aire tiene que irse a la guerra, si quiere que le dé el viento en la cara tiene que demoler ciudades del Cáucaso, y cuando no está fuera haciendo la guerra está dentro haciendo otra guerra, vive en un mundo cerrado, sí, un palacio de pasillos y bóvedas e iglesias, de paredes pintadas o de paredes grises, gris blanquecino, gris negruzco, un laberinto que sus habitantes parecen conocer al dedillo, ellos no se pierden, como mucho pierden los papeles o la vida, pero no la orientación, ellos no se pierden pero nosotros no sabemos muy bien donde estamos, somos espectadores de un mundo extraño, un mundo como de catacumbas, donde viven gentes arrugadas o pálidas o chupadas, que parecen haber vivido desde siempre ahí, haber crecido a la luz de las velas, maquinando conspiraciones de tubérculos, porque qué otra ocupación puede haber en las catacumbas, donde no llega la luz del sol, donde no llega el viento, qué otra ocupación puede haber sino la de conjurarse y conspirar...

... es un mundo de conspiraciones y de conjuras, y en ese mundo no siempre se puede hablar, no, entonces se habla con la mirada, una mirada se cruza con otra, una cabeza hace un gesto, y es una alianza o un asesinato, y ninguna palabra ha sido dicha...

... es un mundo de miradas que hablan para decir sin ser oídas, sin ser vistas, porque todo es sospecha, todos son espías, pero es también un mundo donde la mirada manda, se arma una revuelta y al zar le basta con mirar y ser visto para desbaratarla, le basta con mirar así como desde lo alto y con ser visto así como desde lo bajo, pero ay del zar si una noche en lo oscuro no es visto ni ve, si alguien se le puede acercar por la espalda a esa palabra, zar, sin ver los ojos que la animan, ay del zar entonces, pues nadie dudará en darle una puñalada por la espalda, nadie dudará en envenenar sus copas, el zar sin su mirada no es nada de nada, el zar solo puede vivir de frente o de perfil, nunca de espaldas, aunque eso bien lo sabe el zar y ay del que vista sus ropas sin tener su astucia...

(Iván el terrible)

Soy la reina de los mares





La diferencia entre tú y yo, le dice el personaje interpretado por Chabrol al personaje interpretado por Luchini en la isla del final de "Alondra, te desplumaré" es que a mí la vida me divierte, me encanta. Me encanta en el sentido de disfrute, de deleite pero también y sobre todo en el sentido de hechizo, de encantamiento, como en los cuentos. Hay dos tipos de personajes en las películas de Zucca: los aventureros, los que se toman la vida a risa, porque saben que no hay más que una vida y que es muy corta y que tratan de mantener viva como sea la llama de la ficción y los que no creen en nada que no sea real, como el personaje interpretado maravillosamente por Fabrice Luchini. Figuran entre los primeros el padre de Gorge-rouge, que hace creer a su hija Reina que ha estado viajando en barco por el mundo, cuando en realidad es un estafador y ha estado en la cárcel, mediante las cartas que puntualmente le envía, firmadas "Tu capitán" pero también puede ser el joven que prefiere escribir las letras de la palabra gracias con dátiles y con una foto suya que se ha hecho en el fotomatón.
Pero los encantadores necesitan gente que crea en ellos. La chica, interpretada por Valérie Allain, se va dando cuenta de que la vida con su marido es aburrida, pequeña. Pero claro ella es diferente de su marido, ella recorta fotos y las cuelga en su cocina, fotos que representan cosas y seres que cuentan para ella. Es su pequeño mundo de ficción, la llama que, aun pequeña, permanece viva, y las diferencias entre los dos quedan reflejadas al principio de la película en un inteligentísimo plano secuencia (secuencia de la puerta con espejo del armario). Pero al final, cuando ella se descubre de la familia de los aventureros, de los buscadores de oro en Alaska, es demasiado tarde. Por eso nos dejan tan solos, tan desamparados esos planos del final, desde el del coche fúnebre hasta el último en el hospital, de ella volviendo a su vida de enfermera.